Empiezo a escribir esta historia en un momento muy difícil de mi vida. Un momento bisagra. Casado, con tres hermosas hijas de 6, 3 y 1 año. Esperando para mudarme a la casa que soñamos con mi mujer. Pero también con la amargura de haber perdido a mi papá hace 5 semanas. Con una tristeza oscilante, que a veces oprime el pecho y a veces deja respirar. ¿Con qué me puedo quedar de mi papá, de Pedro, del Abu Pepo?
Decidí recordarlo por lo bueno, pero no como idealización, al menos únicamente, sino como un eco de lo que repite la gente. Pedro fue el cuarto hijo de un matrimonio italiano de Lauria, provincia de Potenza, en la Basilicata. Primer varón después de tres niñas. El padre pintor, viajaba por Italia a pesar de los celos de su esposa. Y aparentemente, Pedro fue producto de una reconciliación después de una escena de celos. De pequeño jugaba cerca de la fuente donde se lavaba la ropa con otra niña más pequeña, Angiolina, pero a los cuatro años tuvo que emigrar a Argentina por los efectos de la Segunda Guerra Mundial. Se instaló en el barrio de Floresta, en la ciudad de Buenos Aires, y a los 8 años sufrió un embate aún mayor que la migración: la muerte de su madre.
Lo contaba apenado, recordaba volver del colegio y ver a toda esa gente en la puerta de su casa. Y luego, la peor noticia... Un marca que debió exteriorizarse con un crespón negro por un tiempo largo. Aún leo en sus boletines lo que a él tanto le dolía: "nombre de la madre: fallecida". Sus hermanas, muy cercanas a lo religiosa, posibilitaron que Pedro se desempañara como monaguillo en la iglesia del barrió, que lo albergó muchos años, incluso hasta su juventud. El destino quiso que su familia y la de Angiola, hoy Angela, se reencontraran en el mismo barrio a 11000 km de su pueblo natal. El noviazgo fue largo, 10 años, y en ese tiempo ambos terminaron su colegio secundario y Pedro comenzó sus estudios en Medicina. Pero siempre cuenta que no tuvo suficiente apoyo...
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Empiezo a escribir esta historia en un momento muy difícil de mi vida. Un momento bisagra. Casado, con tres hermosas hijas de 6, 3 y 1 año. Esperando para mudarme a la casa que soñamos con mi mujer. Pero también con la amargura de haber perdido a mi papá hace 5 semanas. Con una tristeza oscilante, que a veces oprime el pecho y a veces deja respirar. ¿Con qué me puedo quedar de mi papá, de Pedro, del Abu Pepo?
Decidí recordarlo por lo bueno, pero no como idealización, al menos únicamente, sino como un eco de lo que repite la gente. Pedro fue el cuarto hijo de un matrimonio italiano de Lauria, provincia de Potenza, en la Basilicata. Primer varón después de tres niñas. El padre pintor, viajaba por Italia a pesar de los celos de su esposa. Y aparentemente, Pedro fue producto de una reconciliación después de una escena de celos. De pequeño jugaba cerca de la fuente donde se lavaba la ropa con otra niña más pequeña, Angiolina, pero a los cuatro años tuvo que emigrar a Argentina por los efectos de la Segunda Guerra Mundial. Se instaló en el barrio de Floresta, en la ciudad de Buenos Aires, y a los 8 años sufrió un embate aún mayor que la migración: la muerte de su madre.
Lo contaba apenado, recordaba volver del colegio y ver a toda esa gente en la puerta de su casa. Y luego, la peor noticia... Un marca que debió exteriorizarse con un crespón negro por un tiempo largo. Aún leo en sus boletines lo que a él tanto le dolía: "nombre de la madre: fallecida". Sus hermanas, muy cercanas a lo religiosa, posibilitaron que Pedro se desempañara como monaguillo en la iglesia del barrió, que lo albergó muchos años, incluso hasta su juventud. El destino quiso que su familia y la de Angiola, hoy Angela, se reencontraran en el mismo barrio a 11000 km de su pueblo natal. El noviazgo fue largo, 10 años, y en ese tiempo ambos terminaron su colegio secundario y Pedro comenzó sus estudios en Medicina. Pero siempre cuenta que no tuvo suficiente apoyo familiar.
Un padre algo distante, hermanas algo invasivas, pero nadie apostaba por su carrera universitaria. Mejor era trabajar, le decían. Y así fue como comenzó su primer trabajo promocionando medicamentos, muy cerca de su camino inicial, y con más dinero, construyó una casa junto a Angela y se casaron. 9 años después nació quien escribe, único hijo de ese matrimonio. Recuerdo a papá como alguien muy dedicado. Puedo cerrar los ojos y verlo tallando mis lápices de colores para mi primer día de escuela. Puedo recodarlo llegando con apuro a buscarme a la casa de nonna para llevarme a la primaria. Sabía que hacía la diferencia. No era lo mismo que ir en micro, él quería llevarme.
El día que terminaba mi colegio secundario, recibió otra triste noticia. Fue despedido de su empleo de toda la vida. Yo ingresaba al mundo laboral y el salía: todo el mismo día. Aún así vino a mi fiesta de egresados. Afortunadamente, había sido lo suficientemente previsor como para montar su negocio: una heladería, con la que pudieron seguir manteniendo la estructura familiar y pagar por mis estudios. Yo colaboraba en ese negocio familiar. Siempre sentí que mis proyectos eran importantes para él, y recibía su apoyo. Quería que avanzara en mis estudios, pero lamentaba que me hiciera tanto problema con mis calificaciones.
Luego de las crisis de 2001 en Argentina, y luego de haber reclamado legalmente que le devolvieran sus ahorros confiscados, como a millones de argentinos, decidió decepcionado volver al continente que lo vió nacer, para probar suerte en España, siempre junto a mi madre. Cuando concluí mis estudios de psicología, junto con mi madre, decidieron ayudarme adquiriendo un hermoso consultorio donde aún ejerzo mi práctica clínica. ¡Que sonrisa puedo verle en las fotos de mi casamiento! Allí también ofreció su ayuda para que nuestra fiesta sea posible. Su alegría más grande: conocer a sus nietas. Primero Vera, a quien sentía que perdía porque ya era una nena grande, hasta que la recupera por sus celos hacia Maia, mi segunda hija. Y luego Ámbar, quien nace justo un año antes de que él muera. Las tres adoraban a su abuelo. Lamento no poder contarte mis proyectos y mis preocupaciones, Pepo, pero me quedo con lo bueno, con lo que compartimos.
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